Siempre
he tenido la sensación de haber venido al mundo
en el momento justo; soy un privilegiado por azar.
Nací un 3 de julio del año 1961, y por lo tanto
me escapé
de los peores horrores del siglo xx en Europa; sólo conocí,
y como adolescente, los últimos años de la dictadura
franquista, y he vivido la mayor parte de mis 47 años con
cierta libertad de movimiento y pensamiento.
La
poesía, las conversaciones con un mayordomo cojo,
borracho y anarquista, la parte moderna de mi conservadora
familia, la explosión de libertad de los años setenta
y, finalmente, el intento de golpe de estado de Tejero me
llevaron, con 20 años, a pelear por la libertad y a afiliarme
a Amnistía Internacional.
Nadie,
ni yo mismo, lo hubiera pensado. Sólo parecían
interesarme entonces Hercules Poirot y Sherlock Holmes,
el fútbol del Real Madrid, los amigos, las novias que nunca
eran tales y, sorprendentemente, la poesía de Gabriel
Celaya, Blas de Otero, y también Miguel Hernández
y
Antonio Machado en la voz de Serrat, pero, de alguna
manera, algo que todavía no he logrado identificar
concretamente me hizo llegar a la oficina de Amnistía
Internacional un 24 de febrero de 1981. Fue imposible
apuntarse, nadie me hizo caso, no era el mejor momento.
Así que regresé un año después y desde
entonces, más de
25 años ya, sigo peleando por los derechos humanos.
En un primer momento que
se prolongó siete años fui
un activista que trabajaba junto a muchos intentando liberar
presos de conciencia -recuerdo uno de un país que
ya no existe, la República Democrática Alemana-
y el año
1989, en vez de acudir a la caída del muro de Berlín,
acabé
al otro lado del mundo, en Argentina, y de ahí salté
a
Ecuador a formar las secciones de Amnistía Internacional.
Recuerdo que llegué a ese país andino el mismo día
en
que se desmovilizaba el movimiento guerrillero "Alfaro
Vive, Carajo". Acudí a la plaza, la mayoría
de los desmovilizados
eran niños. En Argentina viví un intento del golpe
de estado de los "carapintada" y los primeros años
del
gobierno de Menem.
Ya
no regresé a España, me instalé en Londres
y fui
durante un par de años el responsable del desarrollo
de Amnistía Internacional en América Latina en el
Secretariado
de la organización. Conocí entonces ese subcontinente
de lado a lado, viajaba continuamente, eran
los primeros años de la década de los noventa. Conocí
el primer gobierno democrático en Chile después
de
Pinochet y el fin de la dictadura eterna de Stroessner
en Paraguay, la entrega del poder sandinista de Ortega
a Violeta Chamorro en Nicaragua, los primeros años
de Fujimori en Perú, la sangría que no cesa hasta
hoy
en Colombia, la desigualdad insultante de Venezuela
-recuerdo que al atardecer había un tráfico enorme
de
helicópteros que se dirigían a las haciendas y sobrevolaban
los ranchitos pobres- y la sorprendente pulcritud
democrática de Costa Rica.
Después
el mundo se me abrió aún mas y conocí parte
del África Subsahariana cuando me convertí en director
de la oficina del secretario general de la organización,
entonces Pierre Sané, senegalés y el funcionario
de más
alto nivel de Amnistía Internacional. Me recuerdo preparando
las reuniones con funcionarios del gobierno y con
víctimas de violaciones de derechos humanos en Sudáfrica,
Senegal, Costa de Marfil o Ghana. Recuerdo especialmente
esa pequeña puerta por donde, en Senegal, salían
los miles y miles de esclavos en el siglo xix, o en Sudáfrica
la ilusión de la mayoría negra ante uno de los cambios
más reales que el mundo ha conocido: la caída del
sistema
de apartheid y el nombramiento de Nelson Mandela,
muchos años preso, como Presidente.
Durante
casi un año y medio -1996 y mitad del año
1997- América Latina volvió al centro de mi vida.
Fui
investigador de violaciones de derechos humanos para
Guatemala, Costa Rica y Panamá. Eran años de esperanza
en Guatemala, se había llegado a un acuerdo de paz
supervisado por la ONU entre el gobierno y la guerrilla,
pero los abusos continuaban y mi trabajo consistía en documentarlos;
visitaba a familiares de desaparecidos, de
ejecutados extrajudicialmente y luego iba a pedir cuentas
a funcionarios del Estado y también hablaba con la
prensa. De Panamá recuerdo seres humanos torturados
y hacinados en cárceles con nombres irónicamente
hermosos:
La Joya, La Modelo.
Volví
a España en junio de 1997 y desde entonces soy director
de la Sección Española de Amnistía Internacional,
una organización con más de 50.000 socios en España
y que ha contribuido a mejorar los derechos humanos,
dentro y fuera de nuestro país, desde que fue legalizada
el año 1978. He conocido aquí también víctimas
de violaciones
y abusos, cuatro gobiernos diferentes con los que
hablar y discrepar, y los cambios sociales que España vive
desde hace más de una década.
También
doy clases de derechos humanos y desarrollo
en cursos de posgrado en seis universidades españolas:
un lugar de escape, como este libro que ustedes van a
tener en sus manos, cuando quiero expresar mis ideas
personales que no son, necesariamente, las de mi organización.
Last pero no least. Tengo una hija y un perro.
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